Hacia un Parlamento en La
Araucanía
Codirector
del Observatorio Ciudadano.
Han
trascurrido varios días del atentado que costó la vida al matrimonio
Luchsinger-Mackay, el que conmocionara a la comunidad regional y al país.
Persisten en La Araucanía y regiones aledañas que conforman el territorio
ancestral mapuche hechos de violencia física, manifestados en atentados a
predios y a una escuela, así como en los allanamientos de comunidades mapuche,
detenciones y golpizas en contra de sus integrantes por parte de agentes
policiales del Estado. Junto con ello, se han incrementado las situaciones de
violencia simbólica, manifestada en las expresiones de dirigentes regionales, e
incluso personeros de gobierno, que directa o indirectamente promueven la
justicia por vías directas extra institucionales.
No
obstante lo anterior, ha ido surgiendo un consenso mayoritario en torno a los
hechos ocurridos a sus raíces históricas, así como en relación a los posibles
caminos para la superación de la conflictividad hoy existente en La Araucanía.
El primer
consenso dice relación a la condena de la violencia como forma de abordar el
conflicto interétnico que afecta a mapuche y chilenos, en particular cuando
éste tiene como resultado la pérdida de vidas humanas, como ocurriera ahora en
el caso del matrimonio Luchsinger-Mackay, así como en el pasado ocurriera en,
entre otros casos, los de Alex Lemun, Matías Catrileo, y Jaime Mendoza Collío,
quienes también murieron, en hechos de violencia ejercida desde el Estado por
la policía de carabineros.
Dicha
condena ha provenido no solo desde sectores mayoritarios de la sociedad
chilena, sino también de la gran mayoría de los líderes y voceros del pueblo
mapuche. No existe, hasta donde se sepa, reivindicación pública del atentado
que causara la muerte del matrimonio de agricultores, como una acción válida y
conducente. Así el vocero del Consejo de Todas las Tierras, Aucan Huilcaman, ha
señalado que “Estamos convencidos que esta situación de conflictividad y
violencia no puede continuar… Queremos paz firme y duradera”. El intelectual
mapuche, José Marimán (junto al historiador Esteban Valenzuela), ha sido aún
más enfático al afirmar que “…a aquellos que ven en la violencia la solución a
los problemas, [les recordamos] que no estamos de acuerdo con su premisa”.
Contrariamente
a lo sostenido por algunas autoridades —y sus seguidores— que ven en el pueblo
mapuche y sus aliados a “enemigos poderosos”, hay una reflexión crítica y
autocrítica desde el movimiento mapuche sobre las implicancias adversas del uso
de la violencia como mecanismo para el logro de sus demandas, por legítimas que
éstas sean, así como para el logro de una convivencia interétnica más justa en
la Araucanía y el país. Paradojalmente, es en los sectores conservadores que
califican a los mapuche como extremistas y terroristas, en los que se sigue
percibiendo un discurso de violencia. Ello se expresa en la retórica de la mano
dura, en la aplicación de la Ley Antiterrorista, en la tolerancia al abuso
policial, e incluso en la legitimación del uso de armas en “autodefensa” frente
al accionar del mundo mapuche.
Se trata,
como sabemos, de un discurso que en nada contribuye a la anhelada paz social y
que viene a alimentar una espiral de violencia que en días pasados vuelve a
cobrar víctimas fatales. Se debe destacar, como una excepción en este sentido,
el lucido análisis del diputado Arenas, quien llama a “matar la ilusión de los
agricultores y de parte importante del país que creen que la violencia en la
Araucanía se soluciona únicamente con mano dura”.
El
segundo consenso que en estos días ha emergido en sectores mayoritarios de la
sociedad chilena, y por cierto del pueblo mapuche, es en torno a las causas del
conflicto interétnico y de la violencia que afecta a La Araucanía. Casi todos
los análisis hechos sobre la materia han sido coincidentes en señalar que éstos
tienen raíces muy antiguas y profundas, que al Estado cabe gran responsabilidad
en su generación, y que de no abordarse teniendo ello presente, será muy
difícil que se logre superar la conflictividad y violencia.
En dichos
análisis se ha identificado entre las causas más profundas del malestar mapuche
y de la conflictividad en el sur del país, el modo —a sangre y fuego— en que el
Estado se estableció en la Araucanía, el desposeimiento de las tierras de los
mapuches —las que les habían sido respetadas por los gobiernos coloniales
hispanos— y la incapacidad del Estado para reconocer las formas de organización
y gobierno propio de este pueblo, al cual, como sabemos, se impusieron las
leyes y autoridades chilenas sin contemplación alguna.
No son
pocos quienes en estos días que se han referido al informe de la Comisión de
Verdad Histórica y Nuevo Trato (CVHNT), conformada por el gobierno de Lagos
hace tan solo una década, entre cuyas conclusiones se señalaba:
“Durante quince años se produce un período de mucha violencia. Desde 1866 hasta la fundación de Temuco y el ataque que todas las agrupaciones mapuches hicieran el 5 de noviembre de ese año al fuerte allí establecido, fue un período de continua guerra. Como en todas las guerras hubo mucho sufrimiento y muchos desplazados”. (Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, 2003: 389). La misma Comisión agregaba: “La radicación realizada por el Estado fue un hecho extraordinariamente conflictivo que contribuyó, además, a crear un conflicto que no se ha concluido después de casi un siglo” (Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, 2003: 390).
“Durante quince años se produce un período de mucha violencia. Desde 1866 hasta la fundación de Temuco y el ataque que todas las agrupaciones mapuches hicieran el 5 de noviembre de ese año al fuerte allí establecido, fue un período de continua guerra. Como en todas las guerras hubo mucho sufrimiento y muchos desplazados”. (Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, 2003: 389). La misma Comisión agregaba: “La radicación realizada por el Estado fue un hecho extraordinariamente conflictivo que contribuyó, además, a crear un conflicto que no se ha concluido después de casi un siglo” (Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, 2003: 390).
Lamentablemente,
las distintas recomendaciones formuladas por esta Comisión para abordar los
problemas en él identificados, las que incluían desde procedimientos para la
restitución de tierras de propiedad legal y ancestral mapuche, el
reconocimiento a éste y a otros pueblos indígenas de derechos sobre sus
recursos naturales, así como de derechos políticos de participación en el
Estado y de autonomía —las que se basan en directrices del derecho
internacional aplicable a los pueblos indígenas—, nunca fueron implementadas
desde el Estado. Ello, hay que señalarlo categóricamente, no es solo
responsabilidad del gobierno actual, sino también de los que le antecedieron en
el poder.
Tal como
declararon en días pasados los obispos católicos, se debe condenar no solo la
violencia de ayer y de hoy, sino también “del mismo modo la injusticia que está
en la raíz de este histórico conflicto”.
Es
efectivo que los sectores más conservadores del país no comparten, al menos en
forma explícita, este diagnóstico. Sin embargo, ¿a qué se refería el Presidente
Piñera cuando en el contexto del bicentenario reconociera la deuda que Chile
tiene con los pueblos originarios al afirmar que “no podemos dejar de reconocer
que durante décadas y quizás siglos los chilenos hemos negado a nuestras
comunidades de pueblos originarios las oportunidades necesarias para su plena
integración a nuestra república?”.
¿A qué se
refiere Germán Luchsinger, cuando luego de los trágicos sucesos de Vilcún
señala en entrevista a El Mercurio: “Este es un problema del Estado, no es un
problema de nuestra familia”?
Estas
afirmaciones dan cuenta, aunque sea de manera fragmentaria, que el gobierno actual,
e incluso los agricultores de La Araucanía, están conscientes de que la
superación de la conflictividad interétnica requiere de una acción decidida del
Estado, la que va mucho más allá de los subsidios y los programas asistenciales
hasta ahora impulsados hacia el pueblo mapuche, incluyendo por cierto, aquellos
promovidos en el pasado por los gobiernos de la Concertación.
Junto al
rechazo a esta violencia otro consenso que emerge, con más fuerza que nunca, es
el de la identificación del diálogo como el único camino posible para abordar
la crítica coyuntura actual. Solo el diálogo intercultural de buena fe entre el
pueblo mapuche, el Estado y la sociedad chilena será capaz de revertir la
espiral de violencia que hoy se vive en la Araucanía. Resulta paradojal,
nuevamente, que la señal más potente en este sentido no venga desde el
gobierno, que tiene que velar por el bien común y garantizar la paz social,
menos aún de los gremios, sino que por el contrario, que provenga de aquellos a
quienes se acusa de intransigentes y violentistas. En efecto, una coalición
amplia de líderes políticos, territoriales y tradicionales mapuche han hecho en
días pasados un llamado a los órganos del Estado, y a las organizaciones de la
sociedad civil, a participar de una cumbre a realizarse en el cerro Ñielol de
Temuco el día 16 de enero, ello con el propósito de abordar la crítica
situación actual y generar las bases de una “nueva relación” con el Estado
chileno.
Tal como
lo señalaran las organizaciones convocantes a esta instancia, el diálogo para
los mapucheS no es nuevo, sino que ha sido la forma histórica en que se han
relacionado con el otro. En efecto, fueron los parlamentos propios de la
tradición mapuche, los que permitieron establecer una convivencia de paz y
respeto recíproco entre este pueblo y los españoles por más dos siglos. La
misma modalidad de relacionamiento fue aceptada y practicada por el Estado
chileno durante la primera mitad del siglo XIX, hasta que éste decidiera
cambiar su estrategia de paz para ocupar militarmente La Araucanía. Sin los
parlamentos, considerados por instancias de la ONU (Relator Especial Martínez,
1999) como tratados entre naciones soberanas con implicancias legales aún
vigentes, la historia colonial y republicana sería muy distinta. La relevancia
que éstos tuvieron para el logro de una convivencia mayoritariamente pacífica
ha sido subrayada por respetados juristas e historiadores (Alamiro de Ávila
Martel, 1973: Jorge Pinto, 2000).
No es
casualidad entonces que los convocantes a esta cumbre hagan alusión expresa a
los parlamentos, retomando esta tradición histórica mapuche, y aspirando a que
ella se realice sobre la base del principio de buena fe que los orientó en el
pasado, hoy reafirmada como fundamento indispensable del derecho de consulta de
los pueblos indígenas por el Convenio 169 de la OIT, ratificado por el Estado
chileno.
En la
invitación a esta cumbre las organizaciones convocantes sostienen que “los
mapuche no vamos a abandonar el diálogo”, agregando “no podemos pasar 130 años
sin poder ponernos de acuerdo… tenemos una responsabilidad recíproca”. Es un
mensaje muy potente que pensamos el Estado chileno no puede desoír.
Lamentablemente las señas que da el Ejecutivo, al anunciar a través de su
vocera de gobierno que sus representantes no asistirán a la cumbre dado que el
diálogo se estaría dando en otras instancias, haciendo alusión al proceso que
se verifica con comunidades legales mapuche de Ercilla en la Araucanía, son muy
negativas. Tampoco nos parece constructiva la señal que da el Senado, cuyo
Presidente Camilo Escalona convocara para el mismo día de esta importante
cumbre la realización de una sesión especial para conocer de la situación que
afecta a La Araucanía, sin, además, invitar a ella a representantes del pueblo
mapuche.
Son señas que dan cuenta de la incapacidad del
Estado de entender y respetar al otro, en este caso, al pueblo mapuche, actitud
indispensable para revertir y superar los conflictos históricos y las
situaciones de violencia interétnica que tanto dolor siguen provocando en esta
parte del país. Es de esperar que las autoridades de Estado invitadas a este
trascendental parlamento reconsideren su actitud inicial frente a esta
invitación y asistan a él, dando muestras de su disposición a avanzar hacia el
establecimiento, a través del diálogo, de una nueva etapa en la relación con el
mundo mapuche. ¿Cuántos episodios trágicos como la muerte del matrimonio
Luchsinger-Mackay, o el asesinato del niño Alex Lemun se necesitan para que desde
el Estado y la sociedad chilena entendamos, como parece haberlo entendido hoy
el pueblo mapuche, que el diálogo (parlamento) de buena fe sobre las raíces del
conflicto y sobre nuevas formas de relación entre pueblos diferentes que
comparten un mismo territorio, es el único camino posible?
catedralibreallende@gmail.com
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